Bajo las estrellas
Esta noche, las estrellas cubren con su largo manto plateado el cementerio de uno de los clanes wayuu más reconocidos de la península de La Guajira, en el norte de Colombia. Han pasado siete años desde la muerte de su matrona y ha llegado el momento de sacar los restos de su tumba, limpiar cada uno de sus huesos, envolverlos en un chinchorro, disponerlos en una urna y velar su alma. Solo así podrá viajar a la vía láctea y seguir el camino que conduce a Jepira, la última morada de los wayuu, para su descanso definitivo.
Cientos de wayuu y algunos arijunas (los no indígenas en la lengua wayuunaiki) han venido al Cabo de la Vela, a 60 kilómetros de donde inicia la Alta Guajira, al segundo velorio de la matrona. Muchos llegan en camiones con chivos y vacas para el que es el evento social más importante de esta cultura indígena, tan potente en el desierto que comparten Colombia y Venezuela. Pasarán tres noches en el cementerio, llorarán juntos, recordarán a sus ancestros, se encontrarán con parientes y amigos que vienen de lejos, afianzarán lazos y ratificarán, por medio de la palabra, los límites de sus territorios.
Esta noche una autoridad ancestral, de pelo ensortijado y mirada segura, hablará de algo que no quiere nombrar dentro del cementerio. Ella misma, con la hija de la difunta, limpió la mañana anterior los huesos de su madrina. Por eso, durante tres semanas no podrá comer con sus manos ni tocar a nadie.
El sepulcro blanco en el que pondrán la urna yace detrás del cementerio, que está en lo alto de una colina. La lideresa sale del cementerio y señala hacia abajo, más allá de la ladera, donde apenas se ve una fogata y se dibuja una enramada. “Vamos”, se le oye decir, y comienza a caminar ligera entre un viento recio, que lo abarca todo en esta noche fresca y estrellada de mediados de año. Ya en la enramada, en la que descansa un grupo de wayuus, se sienta en un chinchorro. Su rostro redondo, envuelto en la noche, ya no es visible; solo se escucha su voz.
La lideresa árbol, autoridad ancestral wayuu, durante el segundo velorio de una de las matronas más reconocidas del Cabo de la Vela. Foto: Paola Villamarín
El territorio, siempre el territorio
“Las multinacionales –dice– andaban por el mar, por la tierra, por todas partes. Estábamos apurados, sin saber qué hacer”. Fue el motivo por el que, hace siete años, la lideresa empezó a investigar más a fondo sobre su origen y a recorrer tanto su territorio como el de otros clanes vecinos con la idea de aclarar linderos, esos que, como su idioma, nunca se habían escrito.
“Sin nuestro territorio no somos nadie (...) Es nuestra vida, nuestra mayor riqueza, nuestro patrimonio y el de nuestros ancestros”, afirma con vehemencia entre los murmullos de los wayuu que descansan y toman café bajo la enramada.
En inmediaciones de Cerro Carpintero, donde se asienta su linaje, sus antepasados enterraron los ombligos de los recién nacidos, levantaron su cementerio actual y su cementerio originario –al que llaman ii, en el que los restos de los fallecidos eran dispuestos en tinajas a cielo abierto–, celebraron sus competencias de caballos de raza, y construyeron sus molinos, rosas (huertas) y jagüeyes (reservorios de agua lluvia). Son evidencias de la larga presencia de su clan y su dominancia del territorio, que les viene dada por línea materna (“el territorio es la cabeza de la casta matrilineal correspondiente y quien no pertenezca ni posea vínculo con la familia por línea materna no puede alegar derechos ancestrales sobre el mismo”, se pronunció, en 2019, la Corte Constitucional de Colombia).
Un par de años antes de caminar “paso a paso” la zona y de recoger lo dicho “palabra por palabra” por su clan y sus vecinos ancestrales, la lideresa vio dos antenas de medición de viento que fueron instaladas en su territorio. “No fue concertado conmigo, que soy ancestral, sino con una wayuu tradicional”. Y precisa: “Los tradicionales son los que se han ido conformando con los censos o los que se fueron metiendo en el territorio usando nombres de nuestros sitios sagrados, pero no tienen derechos territoriales. Si alguien tradicional acepta tener un medidor de viento es ahí no más, en su terraza”. En esos años también tuvo reuniones con el gerente de un proyecto de energía eólica, que le aseguró que su territorio no estaba dentro del futuro parque, cuando –recalca– ella sabía que sí.
Uno de los grandes hitos de pertenencia al territorio es el ii, el cementerio originario, en el que los restos de los antepasados se disponían en tinajas a cielo abierto. Foto: Paola Villamarín
Sentía desesperanza en aquellos días. A pesar de su amplio liderazgo, no tenía suficientes herramientas para sentarse en iguales condiciones con las empresas, el Ministerio del Interior o la Alcaldía. Se preguntaba qué hacer y la respuesta llegó como una “palomita mensajera”, dice con una sonrisa.
Las antenas y la paloma mensajera
Un día de 2017, a la lideresa la buscó Joanna Barney, una psicóloga caleña con maestría en Paz y Resolución de Conflictos que dirigía –y aún lo hace– el área de Medio Ambiente, Energía y Comunidades del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz). Había llegado al corregimiento del Cabo de la Vela para investigar unas antenas que algunas comunidades de la región habían pedido explorar porque desconocían su procedencia y finalidad.
El comienzo de la relación no fue fácil. “La tratamos muy mal porque habíamos perdido la confianza en la gente”, recuerda la lideresa, que a lo largo de los años ha visto asentarse a decenas de empresas de gas, carbón y petróleo en La Guajira, el cuarto departamento con mayor pobreza multidimensional de Colombia.
Barney les propuso a ella y a su dupla –también autoridad ancestral, pero de una zona próxima al mar– que la acompañaran a buscar las antenas cercanas, incluidas las dos que la lideresa ya había identificado. Ese ejercicio, que Indepaz amplió haciendo minería de datos, sumergiéndose en resoluciones, arrojó 60 antenas con anemómetros en La Guajira.
“Me di cuenta de que este tema era enorme, que nadie lo tenía mapeado, que nadie sabía cuáles eran las empresas ni cómo habían llegado a los territorios, porque lo habían hecho de manera silenciosa”, afirmaba Barney la noche anterior al encuentro con la lideresa, en un hotel en el territorio de Media Luna, a pocos kilómetros del parque eólico Guajira 1, el único que está funcionando hoy en el Cabo de la Vela (Jepirachi está en proceso de desmonte).
Inició, entonces, lo que Barney llama un “trabajo de cocina”, tejido a punta de confianza y liderado sobre todo por mujeres, que ha derivado en dos procesos trascendentales: un ‘Protocolo autonómico de consulta previa’, construido y aprobado por las autoridades ancestrales, tradicionales y representantes legítimos de la región, en el que presentan sus fundamentos, reglas y procedimientos para quien quiera acercarse a plantear proyectos; y un mapeo territorial, con la asesoría del área investigativa del Instituto Geográfico Agustín Codazzi (Igac), que aún está en marcha.
Ambos buscan la autoprotección del pueblo wayuu del Cabo de la Vela, cuya estabilidad se ha visto comprometida en tiempos recientes con pugnas por el territorio entre wayuus ancestrales y tradicionales, y al interior de las castas, con algunos muertos de por medio. “Para los wayuu, saberse sus territorios, sus límites, su matrilinealidad y poder demostrarlos a cualquiera que llegue es un mecanismo de autoprotección, incluso frente a otras comunidades indígenas que puedan asentarse en su territorio”, explica Barney.
La lideresa de voz pausada (en la punta) con algunos miembros de su clan durante una de las largas caminatas para mapear su territorio. Foto: Paola Villamarín
La lideresa “árbol” de este proceso, como la define otro líder ancestral, ya terminó su mapeo territorial. Sus ramas han irradiado el proceso de otra casta vecina de Cerro Carpintero, que ocurrió el mismo fin de semana del segundo velorio de la madrina de la lideresa árbol. No se trata de un mapeo corriente, como no lo es la cultura wayuu: implica encontrarse, andar el territorio juntos, conversar, señalar los sitios históricos y esenciales de la casta, narrar historias, rectificar linderos y, en ocasiones, discutir.
‘Estas son nuestras escrituras’
La jornada inicia muy temprano, cuando el sol aún es manso. Mientras algunas mujeres de la familia preparan el desayuno –chivo asado, pescado, arepas y mazamorra fría–, un grupo de caminantes va en fila india hacia el cementerio, a un kilómetro de la casa de la líder ancestral dueña de este nuevo mapeo. Son miembros de distintas generaciones del clan al que ella pertenece, incluidos su hermano y dos de sus hermanas; los acompañan algunos de sus vecinos ancestrales (a los otros los verán a lo largo del camino), así como Joanna Barney y Carlos Espitia, director de Transformaciones Territoriales para la Paz de Indepaz e investigador freelance del Igac.
La lideresa y su hermana mayor abren la reja del cementerio, que está cercado por un muro blanco decorado con una cenefa gris calada por la que fluye el viento. “Este lugar es sagrado para nosotros, venimos a marcarlo en el mapa. Nuestras bases son la ii, el cementerio, la pista de caballos. Esas son nuestras escrituras. Para que se sepa que eres dueño del territorio, tienes que tener todo esto”, dice con su voz pausada y firme la lideresa dueña del mapeo, que durante muchos años fue maestra. Aquí están enterrados su mamá, su abuela, algunas de sus tías y un tío materno, uno de los dos hombres más legendarios de su linaje.
“Cuando la gente vaya a comentar la historia de este clan, hablará de dos viejos –dice ella–. Eran conocidos porque tenían muchos animales. Todo el mundo les llegaba y les pedía ganado fiado, y los que no tenían, les pedían leche para hacer su mazamorrita. Había más unión. Los dos viejos acataban a todas las personas, así no fueran de su clan”.
Los cementerios del clan de la lideresa de voz pausada. Sus ancestros tenían grandes cantidades de animales. Foto: Joanna Barney
Después del cementerio, los caminantes, que también viajan en camioneta cuando las distancias son largas, van a una decena de hitos del clan y a sus límites con los vecinos. En el camino se oye el balido de las cabras, que claman por agua; se relatan a todo pulmón historias en wayuunaiki; se esquivan los cactus que están en pie y los que cayeron al suelo; y se escuchan las voces molestas de wayuus tradicionales, cuando ven pasar al clan con los arijunas.
En cada hito, el geógrafo Espitia saca su dispositivo satelital, anota coordenadas en su libreta y le pone nombre a cada lugar. Si se hace necesario tirar una línea recta según la cantidad de metros que señale el grupo, Barney sube un dron para ser precisos en la medición. A la hora de incluir los datos en el dispositivo, otro líder ancestral, que es pescador, vive al lado del mar y es de los pocos que habla español entre los hombres, siempre apoya al geógrafo, haciendo en el suelo, y con un palo, líneas que representan linderos.
“Estamos buscando el lugar en el que los viejos antiguos amansaban a los animales para hacer las carreras de caballos”, dice la hermana mayor del clan, por ende, la cacica, una wayuu de piel oscura, ojos grandes y voz potente. “Eran caballos de raza fina, de puro paso, que traían en barco para las fiestas”, agrega su hijo. El hito salta a la vista: un terreno plano y largo, en una zona despejada, en el que sobresale un palo grueso y firme con el que amarraban los caballos que traían de las Antillas.
Después, mapean el jagüey, el molino, el pozo (que las mujeres forjaron con sus manos), la casa de una matrona y la ii, el cementerio originario. “El que llegó primero enterrando tinajas es el dueño del territorio, son los antepasados nuestros”, afirma la cacica frente a las tinajas abiertas, ya sin huesos, que comparten terreno con palos y trozos de múcuras.
Entre los últimos lugares para mapear, llegan a un terreno alto, con una vista envidiable, desde donde se ven el parque eólico Guajira 1 y la línea del tren de la mina de carbón el Cerrejón, dos hitos del mundo arijuna que desde este lado se perciben con reserva. Aquí vivieron por un tiempo los abuelos de la lideresa de voz pausada y aquí se asentó otra de sus hermanas, que volvió al territorio después de haber pasado un tiempo fuera. “Estábamos en Uribia para que mis hijas estudiaran y de ahí nos fuimos a Manaure, pero me obligué a devolvernos. Cuando volvimos, se dijo que éramos unos invasores, siendo nosotros los dueños de la tierra”, dice ella, con su pelo recogido en una pañoleta, acompañada de una de sus hijas, quien pronto se graduará como maestra.
Turbinas de generación de energía eólica en el Cabo de la Vela. El gobierno tiene proyectados medio centenar de parques en tierra y mar en el departamento de La Guajira. Foto: Joanna Barney
Son tiempos difíciles para este clan. “Hubo un derramamiento de sangre”, se lamenta la lideresa de voz pausada. “Antes, los hijos de los varones respetaban lo que decidieran los viejos. Ahora no: los hijos de los varones son los que quieren apoderarse de esto (...) Según nuestros usos y costumbres, ellos no pertenecen acá, sí pueden habitar, pero no son dueños del territorio. Los que mandan en los territorios son las personas de la parte materna de cada clan”, dice ella.
Su sobrino, el hijo de la cacica, quien sueña con cambiar la política de La Guajira, le complementa: “Ha habido mucho conflicto aquí. Hay muertos entre familias y una guerra de poderes. ‘Que yo quiero, que yo no quiero’. Un primo tiene un parque eólico y en qué lo ha ayudado. En nada”.
La lideresa de voz pausada está cansada de los conflictos. “Estamos caminando para buscarle salida a un problema que se nos está presentando. Sé que vamos a llegar a una sana solución”.
El perímetro logra cerrarse en dos días de jornada. En las próximas semanas se encontrarán todos de nuevo para verlo y corregir las imprecisiones. Lo que viene para los clanes ancestrales de la lideresa árbol y la lideresa de voz pausada son acciones legales contra dos parques eólicos que están planteados en su territorio, uno de ellos con licencias otorgadas –según Indepaz, solo en La Guajira se encuentran en trámite 57 parques eólicos, de los cuales 21 presentan conflictos con las comunidades de sus áreas de influencia–. El Gobierno nacional, entretanto, tiene cifradas sus expectativas de transición energética en ese departamento, porque sus vientos podrían producir hasta 18GW, que es toda la energía eléctrica que produce el país actualmente.
Cae la tarde. Emergen manchones rojizos en el cielo. Cede el calor sofocante. Los corazones de los caminantes están contentos, después de dos días de trabajo intenso. Antes de que el grupo se desgrane, los que quedan se organizan para una fotografía. Jóvenes y mayores sonríen a la cámara. Juntos han logrado algo inédito: materializar unos linderos que nunca habían sido escritos, solo transmitidos en la oralidad.